Durante los quince años que pasaron entre Mirindas Asesinas y Crimen Ferpecto, no hubo un cineasta más puro, rompedor y brillante en nuestro cine que Alex de la Iglesia. Durante ese tiempo dejó una ópera prima como no habíamos visto antes (y producida por Pedro Almodóvar), un clásico del cine satánico-navideño-español, una obra maestra sobre los límites (físicos) del humor y un par de joyas corales que demostraban que no había nadie mejor que él a la hora de jugar con repartos geniales e interminables.

Luego, bueno, la vida. Títulos muy irregulares, alguno abiertamente insoportable y una serie de televisión muy reivindicable que, supongo, habrá servido como campo de pruebas a este hiperbólico, demente y atronador serial que estrena en HBO y que, como pasó con los Antidisturbios de Rodrigo Sorogoyen o la Veneno de Los Javis, demuestra que nuestros cineastas se desenvuelven en el formato serializado tan bien como cualquiera de los grandes tótems de fuera.

30 Monedas es hermosa y es fea. Es redonda y es imperfecta. Es una creación sin igual que nos sitúa en un terreno inhóspito, en tierra de nadie entre el cielo y el infierno. Entre Pedraza y El Vaticano.

El cineasta, junto a su (casi) inseparable Jorge Guerricaechevarría, vuelve a sus orígenes costumbristas y diabólicos con más experiencia, más medios y el sentido del humor intacto. Con su habitual tradición heredada de los grandes clásicos de nuestro cine, de Luis García Berlanga a Ibáñez Serrador, y aderezando la fórmula con constantes ecos a la literatura de terror universal y al cómic más virulento, de la Iglesia nos regala su obra más redonda en muchos, muchos años.

Apoyada en un reparto extraordinario donde todos tienen sus minutos de gloria, y con Miguel Ángel Silvestre y Megan Montaner como revelaciones absolutas (porque de Eduard Fernández qué vamos a decir), 30 Monedas apuesta un poco más por el horror sin olvidarse de la comedia del asco y la pena que tantas horas de diversión nos ha dado el director de El Día De La bestia.

Precisamente, con un ojo puesto en esa película tan importante para tanta gente (y para nuestro cine), en plena celebración de sus 25 años, los cimientos del catolicismo de ficción nacional vuelven a temblar con una apuesta rompedora únicamente lastrada, y en momentos muy puntuales, por desmedida ambición. Los efectos digitales nunca terminan de integrarse tan bien en la pantalla como en nuestras cabezas, completamente abiertas ante el nuevo desaire divino de un director que ha vuelto a coger al diablo por los cuernos.

MIGUEL BAIN