Minutos antes de empezar el concierto del lunes en el Palacio de los Deportes de Madrid, un compañero de prensa me comentaba la primera vez que pudo ver a Paul McCartney. Fue en el lejano 2004 y ya por entonces él pensaba que sería la última ocasión de presenciar al genio de Liverpool en concierto. Que el futuro se ríe de nosotros lo demuestra el mero hecho de que dos décadas más tarde el bueno de Macca no solo sigue aquí, sino mostrando un estado de forma más que digno a sus 82 años.
Al igual que ocurre con otras figuras legendarias que ya han superado holgadamente la edad de jubilación como puedan ser The Rolling Stones, Bob Dylan o Roger Waters, tener una nueva oportunidad de disfrutar de su cancionero debería considerarse como un regalo en sí mismo. Hablamos de verdaderos titanes entre los más grandes de la historia de la música a los que nada les queda por demostrar a estas alturas. El nivel de exigencia que uno pueda tener con ellos es más permisivo, cierto, pero no quita que algunos todavía sigan estando a la altura de su propio nombre.
Con dos noches agotadas en el pabellón de la capital, la expectación era de las grandes ocasiones con largas colas incluso poco minutos antes de la hora señalada de inicio. Por suerte para los más rezagados, el comienzo se acabó retrasando unos 20 minutos mientras por las pantallas se podía ver un collage de imágenes de The Beatles y la carrera de Sir Paul en particular, simulando un enorme rascacielos que escalaba hasta llegar a la cima coronada por su inseparable Hofner. Se apagaban las luces y ahí estaban músico y bajo dispuestos a arrancar motores con uno de los tantísimos clásicos infalibles que sonarían a lo largo de la noche: ‘Can’t Buy Me Love’. La primera en la frente y el arena ya estaba rendido.
Y es que por mucho que se haya labrado una trayectoria en solitario, McCartney nunca ha sido uno de esos tipos enfadados con su pasado negándose a acudir a los temas de su banda madre. Sería de necios no hacerlo cuando uno tiene a disposición el que es, sin discusión, el mejor catálogo de canciones dentro de la historia del pop rock. Lo bueno es que más allá de los deseados éxitos de The Beatles, que los hubo y muchos (hasta más de una veintena de títulos de los Fab Four), también dejó espacio para algunos propios y de los siempre reivindicables Wings.
El primer tramo del concierto estuvo dedicado en buena parte a su banda de los 70. ‘Junior’s Farm’, ‘Letting Go’, ‘Let Me Roll It’ (con un apartado para rendir tributo al ‘Foxy Lady’ de Jimi Hendrix), ‘Let ‘Em In’ y ‘Nineteen Hundredy And Eighy-Five’ fueron intercaladas por singles beatlenianos de la talla de ‘Drive My Car’, ‘Got To Get You Into My Life’ o ‘Getting Better’. Bien respaldado por la misma banda que le lleva acompañando desde hace más de dos décadas y un trío de vientos que sorprendió presentándose directamente desde la grada, no necesitó de mucho más para hacerle justicia a su repertorio. Comparado con el ejército de músicos que lleva Bruce Springsteen en sus actuales giras, lo suyo parece hasta comedido.
Con una voz a ratos temblorosa que fue entrando en calor a medida que avanzaba el setlist, Macca estuvo disfrutón, sabedor de que cada número que interpretara era una victoria garantizada. No había un solo cierre que no provocara una ovación generalizada. ¿Cómo no hacerlo cuando acomete ‘Love Me Do’, se marca un ‘Blackbird’ elevado desde una plataforma (de lo mejor de la noche), acude al piano para atacar la vacilona ‘Lady Madonna’ o cubre de colorido psicodélico todo el pabellón con ‘Being For The Benefit Of Mr. Kite!’ como si fuera el mejor truco de magia que has visto en tu vida?
Podría sacar alguna pega como el horroroso videoclip de fondo creado con inteligencia artificial mientras tocaban una ‘Now And Then’ (vendida como la última canción de los Beatles), la cuál mejoró bastante la impresión que causa su versión de estudio, que la pirotecnia en ‘Live And Let Die’ me pareciera excesiva y más propia de una película de James Bond (nunca mejor dicho), que la pachanguera ‘Ob-La- Di, Ob-La-Da’ siempre me haya provocado una pereza infinita, o que sus esfuerzos por comunicarse en castellano estuvieran apoyados por una chuleta. Poco importa todo eso cuando agarra el ukelele para homenajear a George Harrison en ‘Something’, hacer lo propio más tarde con John Lennon en ‘I’ve Got A Feeling’, rescatar esa maravilla llamada ‘Band On The Run’ o acabar antes del bis con dos sing alongs imbatibles como son ‘Let It Be’ y ‘Hey Jude’. Ante semejante majestuosidad, uno perdona todo.
Aquello parecía no tener fin y menos con un encore extendido 100% Beatles en el que los hits seguían desfilando uno tras otro. Que ‘Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band’ y ‘Helter Skelter’ aparecieran tras dos horas y pico de concierto y Paul luciera más fresco que una rosa debería decirlo todo, pero es que nos tenía reservada la parte final de Abbey Road con ‘Golden Slumbers’, ‘Carry That Weight’ y ‘The End’ como despedida de ensueño. Eché en falta ‘Yesterday’ o ‘Eleanor Rigby’, pero cuando los himnos se te van cayendo de los bolsillos, casi es lo de menos. Y viendo como McCartney se marchó con un “hasta la próxima” de lo más convincente, uno no puede evitar reírse de aquella leyenda urbana de “Paul Is Dead”, porque a nuestro amigo parece que todavía le quedan monedas para seguir jugando alguna que otra partida más.
GONZALO PUEBLA