De pequeño sentía sensaciones, me encontraba a veces transitando por atmósferas que no podía descifrar con el lenguaje, eran inefables. Mi madre conduciendo de noche, yo tumbado en los asientos traseros viendo el cielo estrellado y cómo algunos edificios intentaban acariciar las estrellas en vano. Las tormentas de verano. Quedarte quieto mientras los últimos rayos de sol dejaban descubrir sombras. En mi cabeza había explosiones de ideas, ideas que no podía articular de una forma ortodoxa.

En noviembre de 1990, más allá de las doce de la noche, Telecinco estrenó en esta nación de naciones Twin Peaks. Sí, un canal que desde sus inicios hasta la actualidad asociamos a lo peor de la televisión, sexista, vulgar e innecesario. Era como si un unicornio hubiera irrumpido en su programación. Sólo podía ver sin que se dieran cuenta los mayores, desde un rincón que estaba al lado de mi habitación, la introducción de la serie. Ese sonido, de Angelo Badalamenti, el socio casi sempiterno de Lynch, siempre lo asociaré a mi niñez y mi primera juventud. Pasaron décadas hasta que mi hermano me regaló la serie en deuvedé, su primer lanzamiento en el formato de forma un tanto precaria. En el colegio mayor en el que residía en Madrid, había un salón de actos gigante, que bien podía pasar por cine. De hecho, muchas veces así era. Se bajaba un telón bastante grande y se proyectaban películas. Durante una semana mi vida era Twin Peaks. No tenía relación con mis amigos, sólo con el pecero que de vez en cuando me daba pistas, y que era el que me daba la llave para entrar y salir de ese, en mi segundo año de universidad, santuario. El mundo que imaginaron David Lynch y Mark Frost era tan rico, excéntrico y a la vez normal. Era de esos universos que sólo crean los genios, como Macondo de Gabo. Lynch era tan único que hasta se ha creado un adjetivo de sí mismo, lyncheano. De hecho, si la RAE fuera avispada hace tiempo que deberían haber aceptado ese adjetivo que a tantas cosas diferentes y a la vez iguales apela.

Repasemos su trayectoria. Lynch hizo una obra de Kafka sin adaptar a Kafka, como es Cabeza Borradora. Que en una foto promocional de Bauhaus, su bajista, David J., llevara una camiseta de esa película era un buen presagio. Obviamente ahí estaba el sustrato del creador de El Proceso (nunca está de más reivindicar cómo Orson Welles la llevó al séptimo arte de forma magistral) pero también las influencias pictóricas de Francis Bacon y la impronta del propio director. En su segunda película demostró que, aún con muy leves pinceladas oníricas, era capaz de retratar de forma realista, de nuevo en blanco y negro, la vida de John Merrick, ese ser humano de fondo excepcional que tanto torturó la otredad por no comprender su físico como enfermedad. La nominaron a ocho Óscar y no se llevó ninguno. El productor del filme, el celebérrimo Mel Brooks, dijo algo profético. Gente corriente de Robert Reford se llevó el Oscar a mejor película. Brooks, de lengua rápida y tirador de dardos verbales, soltó que en el futuro Gente Corriente sería una pregunta de Trivial, mientras El Hombre Elefante iba a ser un clásico. No erró.

Pasaría mucho tiempo hasta que Lynch hiciera algo que le reconciliara con la crítica y cierta parte del público. Su Dune tiene tantos adeptos como detractores. Conociendo lo tortuoso que fue el montaje, soy de los que cree que hizo un film notable de la obra de Frank Herbert.

Y se llega al punto de inicio y a la vez de no retorno. Terciopelo Azul. Esos Estados Unidos que remiten a los felices años cincuenta cerciorados por una oreja que está siendo devorada por hormigas. El mirar a otro lado y también de frente al mal más absoluto. Reivindicar a Roy Orbison y, sin querer, darle un empujón de nuevos fans al gran The Big O. En esa película estaba en potencia todo el corpus creativo de Lynch. La luz y la oscuridad, como diría ese personaje inolvidable que es “Rust” Cohle.

David incidió en el sueño americano y en la pesadilla que asomaba bajo la normalidad. Era lógico que más pronto que tarde se asociara a otro creador excelso, este escritor, como es Barry Gifford. Corazón Salvaje te apuñalaba cual road movie pasional con homenajes al Mago de Oz, con el fuego marcando el ritmo. Siempre que leas las novelas de Gifford sobre Sailor y Lula, los imaginarás con los cuerpos y forma de hablar de Nicolas Cage y Laura Dern fumando Malboro. Y Elvis, otra vez cosechando en lo mejor de América. Recientemente Nicolas Cage ha compartido una hilarante anécdota mientras estaban en Cannes, donde la película ganó la Palma de Oro. La mujer del presidente del festival le pidió que le cantara ‘Love Me Tender’. Ante la insistencia de Lynch, imitando Cage la voz nasal del hombre nacido en Montana, pegó un salto y se puso a cantarla. William Dafoe lo miró de forma perpleja, ya desposeído de su siniestro Bobby Peru. Nickster lo llamaba Lynch a Nicolas. Entonces Lynch era lo más. En un trueque sincero hizo el vídeo clip de ‘Wicked Game’, que sonaba en Corazón Salvaje, para ese penúltimo vestigio de otra era que es Chris Isaak. Hacía anuncios y de paso se daba el capricho de darle a Laura Palmer protagonismo vivo en Twin Peaks, Fuego Camina Conmigo. El hombre del zeitgeist cinematográfico de los primeros noventa, antes de que todos abrazaran a Tarantino con Pulp Fiction. Para los hambrientos de Lynch teníamos sus pinturas, sus cortos, sus piezas musicales o simplemente sus entrevistas que eran en sí mismas una forma de obra de arte.

Conectó con la audiencia alternativa a través de Carretera Perdida, cuyo guión firmó con Gifford. Trent Reznor le produjo la banda sonora. La semana pasada, al enterarme de su fallecimiento y totalmente sobrepasado, me fui a perderme por la noche. En un pub pedí ‘I’m Deranged’, esa canción que cerraba el círculo de Carretera Perdida, y la versión de ‘This Magic Moment’ de Lou Reed. Patricia Arquette haciendo de una femme fatal en dos papeles. “Fuga psicogénica” se la llamó en su promoción. No sé que es una fuga psicogénica, sólo sé que cuando la alquilé en vhs en uno de los últimos videoclubs de mi ciudad, al terminarla solo tuve que asentir con la cabeza. El maestro Lynch había vuelto a dejarme extasiado. Lynchiano….vuelve a venirme a la cabeza el adjetivo. La Ardilla Roja era lynchiana, Donnie Darko es lynchiana…hay tanto lynchiano sin caer en el vacío de un lugar común.

Y llegamos a Una Historia Verdadera, con esos planos tan de John Ford (no es baladí que Spielberg le pidiera hacer de Ford en Los Fabelman), con ese anciano entrañable que muchos hubiéramos querido de abuelo. Había atisbos de esa América profunda que él tanto conocía, pero también clasicismo y un final precioso, digno del mejor artesano cinematográfico.

Volvió a las series como Mulholland Drive, sólo que ABC al final no quiso el proyecto y Lynch lo transfiguró en una película hipnótica, con ciertos recursos repetidos de Carretera Perdida. Ambas daban un aviso. Cuidado con las segundas oportunidades, porque pueden volver a ser pesadillas. Me enamoré de esa película. Se la ponía a toda persona de mi radar, a cualquiera que estimara. Seguramente sea mi película favorita de Lynch. La única que viví en tiempo presente junto a Inland Empire, algunos cortos, discos y el regreso de Twin Peaks. Habría tanto que escribir sobre esa brillante trayectoria final… pero como me pasó con la noticia de su fallecimiento, esto me sobrepasa y cada palabra me va a costar una dolorosa sensación de pérdida.

Querría citar que en el mundo de Lynch se dieron lugar Jack Nance, John Hurt, Anthony Hopkins, Anne Bancrof, Kyle MacLachlan, Laura Dern, Dennis Hopper, Isabela Rossellini, Nicolas Cage, Lara Flynn Boyle, Sheryl Lee, David Bowie, Patricia Arquette, Bill Pulmann, Richard Farnsworth, Sissy Spacek, Harry Dean Stanton, Naomi Watts, Angelo Badalamenti, Laura Harring…podríamos continuar en ese nombramiento de seres únicos páginas y páginas. James Stewart de Marte le llamaban al unificador de tantos talentos.

Tres últimos detalles. Tuve la suerte de entrevistarlo gracias a entrevistar primero a Barry Gifford. La forma en que conseguí llegar a él es tan laberíntica que parece sacada de sus películas, así que lo dejo a vuestra imaginación, sin explicaciones. Recordemos que al propio director se disgustó cuando supo que la mansión que sale en Sunset Boulevard no estaba en esa calle, así que respetemos los arcanos. David Lynch se comportó como el ídolo soñado. Educado, agradable, enigmático. Sólo le puedo dar póstumamente las gracias por darme la oportunidad de hablar con él. Lo penúltimo, es que miréis la despedida que ha escrito Kyle MacLachlan en twitter. Es el más emocionante adiós que podáis leer hacia David Lynch. Puro amor. No se esperaba menos del agente Dale Cooper. Por último, recordad que en una de sus últimas transmisiones llevaba gafas negras porque había visto el futuro, y el futuro era brillante. Y yo, en estos tiempos de envestidura de un presidente absurdo, en un mundo sin razón, quiero agarrarme a ese futuro brillante que dijo una de las dos personas que más he admirado en mi vida. Hasta siempre amigo. Contigo se va parte de mi corazón, una parte que sólo recuperaré acercándome de nuevo a tu arte.

IGNACIO REYO