Desde que Greta Van Fleet publicaron su primer EP Black Smoke Rising en abril del año pasado, su nombre se ha ido infiltrando paulatinamente en conversaciones, foros y redes sociales como un virus. Hasta el punto de que incluso un amigo de ésos a los que le gusta el rock, pero que para nada está a la última, me preguntó si vendrían a tocar pronto a España porque le flipaban. Spoiler: es muy posible que sí.
En septiembre de 2017 su single ‘Highway Tune’ ocupó durante cuatro semanas el top de las listas de singles de Mainstream Rock, y un par de meses más tarde lanzaban un segundo EP, From The Fires, que les llevaría a tocar en grandes festivales como Coachella y Rock Am Ring, o a ser invitados por Elton John para que tocaran en su fiesta post Oscars. Estaba claro que lo que en apariencia eran sólo cuatro adolescentes salidos de la nada con un amor desmesurado por el rock de los 70, contaba con toda una maquinaria detrás de la cortina que tenía muy claro su objetivo. Algo que, por otra parte, suele suceder con este tipo de fenómenos ‘espontáneos’.
Mis sospechas se confirmaron al enterarme que su descubridor había sido Jason Flom, el mismo cazatalentos que hizo despegar las carreras de Stone Temple Pilots, Tori Amos o Simple Plan. Pero más allá de los entresijos de la industria, si algo ha marcado la ascendente carrera de Greta Van Fleet han sido las comparaciones con Led Zeppelin. Es innegable que hasta un sordo notaría el parecido.
Desde el timbre agudo y las inflexiones del vocalista Josh Kiszka hasta los fraseos de guitarra de su hermano Jake, o la dinámica de la sección rítmica formada por el otro hermano, Sam, y el batería Danny Wagner, todo en Greta Van Fleet suena a Zeppelin, sobre todo a los de sus tres primeros discos. Para colmo, el mismísimo Robert Plant los ha citado, no sin un punto irónico, como una de sus nuevas bandas favoritas. “¡Son Led Zeppelin I!”, dijo en una entrevista.
Naturalmente, no son ni los primeros, ni serán los últimos, acusados de fusilar a los creadores de ‘Stairway To Heaven’. Rush, Kingdom Come, Wolfmother… todos en su momento provocaron el debate sobre dónde está la frontera entre la influencia y el plagio. Paradójicamente, a Led Zeppelin en sus inicios también se les achacó robar de artistas como Spirit, Joan Baez, Muddy Waters o Jack Holmes.
Es en este contexto que la aparición de su primer largo debería resolver si Greta Van Fleet son un simple producto o una formación a la que tener en cuenta. Vaya por delante que Led Zeppelin es una de las bandas de mi vida, así que podría tener muchos motivos para odiarles y pegarles un rapapolvo, pero es tal su descaro e inocencia que estos chavales me han caído en gracia.
Lo que más choca de Anthem Of The Peaceful Army es que no es para nada un álbum comercial. Al escucharlo, queda claro que los chicos han grabado el disco que querían, sin pensar en si iba a vender o no. No hay aquí ni una sola canción que parezca diseñada para que se convierta en un hit y, gracias a Dios, los productores Al Sutton y Marlon Young no han intentado modernizar su sonido, ni tampoco hacerlo impostadamente retro.
El tema que abre el disco, ‘Age Of Man’, marca el tono general del álbum. A lo largo de 6 minutos, el cuarteto despliega una balada de tintes épicos, casi más cercana al prog que al hard rock. En realidad, quien espere un disco de alto voltaje rockero, se sentirá desconcertado al comprobar que más de la mitad de los temas van en esa dirección, como ‘Watching Over’, ‘Lover, Leaver’ o ‘Brand New World’.
El espíritu hippie impregna las acústicas ‘You’re The One’, resultona pero quizá demasiado tópica, ‘The New Day’, con un toque Blind Melon, o la final ‘Anthem Of The Peaceful Army’, con un coro ideal para cantar con túnica y flores en la cabeza. En el apartado más vigoroso destacan ‘The Cold Wind’, con un solo que cuesta creer que no lo haya tocado Jimmy Page, o la efectiva ‘When The Curtain Falls’. Anthem Of The Peaceful Army no es un debut espectacular, y seguramente el hype creado a su alrededor juegue en su contra, pero no puedo negar que he disfrutado escuchándolo.
JORDI MEYA