Greta Van Fleet son un blanco fácil. No hay nada que repatee más a los rockeros ‘auténticos’ que una banda de pipiolos lo pete a lo bestia sin haberse deslomado cargando y descargando amplis durante años tocando para nadie. Y si encima lo consiguen copiando a la madre de todas las bandas, Led Zeppelin, todavía más.
Pero cualquiera que haya visto al grupo en directo tendrá que reconocer que tocar como tocan, y no hablo sólo de técnica, sino de compenetración, no se consigue de un día para otro. Pese a su juventud, y que aquí el nombre de Greta Van Fleet nos llegara cuando ya toda la maquinaria del marketing se había puesto en marcha, es irrefutable que los hermanos Kiszka habían hecho su deberes cuando nadie les conocía más allá de Frankenmuth, su pueblo natal en Michigan de apenas 5000 habitantes.
Dicho esto, también es justo decir que tanto sus dos primeros EP’s, como su debut Anthem Of The Peaceful Army, pese a sus virtudes, también tenían sus carencias, y no explicaban por sí mismos su sorprendente éxito. Para entendernos, su opera prima no era un Definetely Maybe de Oasis, un Shake Your Money Maker de The Black Crowes, o un Is This It de The Strokes, discos en los que también era igual de fácil identificar las costuras de las influencias con las que estaban cosidos, pero cuyas enormes canciones hacían que eso pasara a ser un factor secundario.
Por todo ello, Greta Van Fleet tenían con su segundo disco el monumental reto de ya no sólo intentar revertir la opinión de sus haters, sino también proporcionarnos nuevos argumentos a quienes, como yo, nos provoca cierto morbo de que un banda joven de classic rock pudiera asomar la cabeza en un panorama dominado por el reggaeton y el trap.
¿Lo han conseguido? La respuesta corta es no.
Uno esperaba que después de la experiencia de girar durante dos años por todo el mundo, y haber tenido que contestar en cada puta entrevista sobre su parecido con Zeppelin, Greta Van Fleet habrían intentado hacer algo distinto. Ni que fuera por quitarse de encima el dichoso sambentio. Pero no, el cuarteto sigue en sus trece, incluso diría que todavía han ido más lejos, como diciendo ‘si querías caldo, toma dos tazas’.
Es difícil escuchar ‘Broken Bells’ y no pensar que han intentado crear su propia ‘Stairway To Heaven’, o el largo solo de ‘The Weight Of Dreams’ y no visualizar a Jacob Kiszka imitando las poses de Jimmy Page delante de un espejo. Lo cual, por una parte me hace admirar su capacidad de aislarse de las críticas, pero por otro, demuestra su poca voluntad y/o capacidad para evolucionar.
Pero quizá lo que más me ha chocado de The Battle At Garden’s Gate es, de nuevo, su tendencia a caer tics del rock progresivo (‘Tears Of Rain’ podría encajar en un disco de Yes), primando la épica por encima del sentimiento, y a presentar un repertorio que se mueve entre el medio tiempo y la balada, provocando que, sobre todo, su segundo mitad carezca de ritmo. No es que temas como ‘Heat Above’, ‘Age Of Machine’, la folkie ‘Light My Love’ o ‘Trip The Light Fantastic’ (donde se aceran a Blind Melon) sean malos, de hecho, son disfrutables, pero tanta pomposidad y trascendencia, por no hablar de la tendencia a los excesos de Josh Kiszka y sus gorgoritos, acaba empachando.
A excepción de la sesentera ‘My Way Soon’ y ‘Built By Nations’, con un riff más contundente, no hay aquí ni una sola canción que pueda animar un poco al público en su próxima gira al estilo de sus primerizas ‘Safari Song’ o ‘Highway Tune’.
Lejos de disiparme las dudas que tenía sobre ellos, The Battle At Garden’s Gate me ha planteado nuevos interrogantes. Se me hace difícil imaginar por qué a una panda de chavales que tendrá la oportunidad de poder tocar ante miles de personas, no le apetece componer temas que te inviten a pegar botes, levantar el puño y divertirte. Y es quizá esa falta de instinto asesino, de ganas de simplemente rockear, y ese exceso de tomarse a sí mismos demasiado en serio, lo que hace que el futuro de Greta Van Fleet siga pareciéndome un enigma.
JORDI MEYA
Puedes leer nuestra entrevista con Josh Kiszka en este enlace.