Artesano del pop de guitarras, y personaje bastante freak, Matthew Sweet cumple todos los requisitos para ser considerado una figura de culto. Si bien en los 90 obtuvo un moderado éxito con discos como Girlfriend, 100% Fun y Blue Sky On Mars, desde entonces sus nuevos discos sólo interesan a un pequeño reducto de seguidores.
Está claro que el contexto musical no acompaña, pero también es cierto que desde In Reverse de 1999, ninguno de sus álbumes ha alcanzado su mejor nivel. Aunque algunos no han estado nada mal como Sunshine Lies (2008), o la dupla Tomorrow Forever (2017) y Tomorrow’s Daughter (2018), Catspaw entraría en la categoría de discos que se dejan escuchar, pero que no dejan ningún poso. Sin salirse de su estilo entre el power pop, el rock setentero, y algún toque de psicodelia, la principal novedad de su decimoquinto trabajo es que después de años de haberse rodeado de grandes guitarristas, como Robert Quine, Richard Lloyd, Matthew Sweet por fin se ha decidido a dar el paso y sacar el Neil Young que lleva dentro, como constantan los solos de ‘Blown Away’ o ‘No Surprise’.
Sin embargo, haberle puesto tanta atención a su faceta como guitarrista, parece haberle despistado de lo que se le da mejor. A lo largo de los años, Sweet ha parido canciones fantásticas, pero ninguna en este disco merece ese calificativo. Esas melodías maravillosas de antaño suenan aquí desgastadas (apenas las de ‘Give A Little’, ‘At A Loss’ y ‘Coming Soon’ tienen un poco de gancho), y la abundancia de medios tiempos hace que el disco carezca totalmente de brío. Ni siquiera su fiel Ric Menck (Velvet Crush) logra que la batería suene excitante.
Ya sé que los músicos no son máquinas, y Sweet tiene talento suficiente para superar este bache, pero la verdad es que aquí la inspiración no ha llamado a su puerta.
JORDI MEYA