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MORGAN – ‘Hotel Morgan’

Estamos ante una obra diversa, pero falta de cohesión interna.

Foto: AM Iribarren

Si en cualquier relación de pareja a largo plazo suele haber altibajos, con los grupos de música sucede algo parecido. Al fin y al cabo, se trata de mantener una conversación constante entre el artista y quien está al otro lado escuchando. Cuando una de las dos partes no se encuentra receptiva, hay algo que se rompe. Y me temo que justo eso es lo que me lleva ocurriendo con Morgan desde hace algún tiempo.

Cuando les descubrí con North, su primer largo publicado en 2016, aquello fue un flechazo instantáneo. Viendo su fulgurante éxito, está claro que no fui el único en rendirme ante el encanto de los madrileños gracias a unas canciones dónde el rock clásico, el soul, la música americana y el pop rock más exquisito se daban la mano con unos resultados que pocas veces se habían visto en una formación de nuestro país cantando en inglés. El idilio prosiguió con Air y aquello pintaba a algo para toda la vida. Los días de vino y rosas, los paseos románticos por el parque y las cenas a la luz de las velas parecían no tener fin. Todo era perfecto.

Fue justo antes de la pandemia que las cosas empezaron a cambiar dentro del seno de la formación. El bajista Alejandro Ovejero salió del grupo para dedicarse a su trabajo como apicultor, mientras que por otro lado pasaban a una nueva agencia de management. Nada realmente importante a primera vista, pero aunque el siguiente The River And The Stone continuaba guardando varios momentos mágicos, ya no resultaba tan redondo como en las entregas previas. Que aceptaran acompañar a Fito & Fitipaldis en su última gira y probaran suerte con su primer Palacio de los Deportes, también dejaba claro que Morgan aspiraban a un ascenso a ligas mayores.

Es así como tres años más tarde llegamos al cuarto trabajo de estudio. Un Hotel Morgan que se presenta como su álbum más variado hasta la fecha. Grabadas en los Ocean Sound Studio de la localidad noruega de Giske, podríamos establecer el símil de que cada una de las canciones representa una habitación con características diferentes entre sí, aunque al final todas ellas resulten familiares. Y aunque a ratos te da la sensación de que solo se han dedicado a cambiar la ubicación del mobiliario y a decorar las estancias para que parezcan más bonitas, cuesta sentir la misma comodidad de antaño.

Porque por mucho que la gran mayoría de elementos se mantengan en su sitio y todo luzca más profesional que nunca (la producción de Martín García Duque es de una factura impecable, todo sea dicho), un servidor echa de menos el sonido natural y orgánico de sus comienzos. Sin ir más lejos, las voces dobladas por Nina De Juan son constantes a lo largo de todo el álbum, así como los arreglos de cuerdas y sintetizadores en varios momentos. Antes, con muchos menos artificios de los que exhiben aquí, Morgan lograban tocarte la fibra sensible de forma espontánea e instintiva.

Ahora, cuando suenan cortes como ‘El Jimador’, ‘1838’ (en ambas aparecen ecos al pop rock noventero en la onda de Alanis Morissette o Sherly Crow) o ‘Pyra’, donde se arriman a la épica de Adele, lo hacen de manera pulcra e impoluta. Pero para mi gusto fallan en lo verdaderamente importante: no transmiten. O dicho de otra forma: no me llegan de la misma manera, cuando antes lo hacían casi sin querer.

Por otra parte, como si de algún modo al fin se hubieran dado cuenta de su propio potencial, han terminado sucumbiendo ante las peticiones de quienes les reclamaban más temas en castellano. Una idea que nunca me desagradó del todo, pues ‘Volver’ y ‘Sargento De Hierro’ no solo eran dos de sus mejores composiciones, sino que se convirtieron en pequeños himnos que te atravesaban irremediablemente. Sin embargo, lo que debería haber significado un paso adelante, aquí se convierte en un bache.

Y no porque la introductoria ‘Delta’, ‘Cruel’, el blues acústico de ‘Arena’ (lo mejor del disco para servidor), el torrente emocional repleto de subidas y bajadas que es ‘Radio’ o la conclusión experimental de ‘Final’ no valgan por sí solas. El problema viene que, al combinarlas con sus hermanas de lengua anglosajona, la fluidez del álbum decae. Al transitar constantemente de un idioma a otro, uno acaba preguntándose si no está escuchando dos discos diferentes en aleatorio, aunque el grupo sea el mismo. A la hora de lanzarse a la piscina, Morgan se han quedado a media salida perdiendo impulso. Que el guitarrista Paco López se anime a ponerse delante del micrófono en ‘Jon & Julia’, una simpática pieza medio bailable al son de unos sintetizadores flotantes pero que apenas pasa de la anécdota, insiste en la sensación de que estamos ante una obra diversa, pero falta de cohesión interna.

Duele escribir esto cuando se trata de un grupo al que has amado tan intensamente, pero hay ocasiones en las que uno no puede seguir engañándose a sí mismo. Es probable que se pueda aplicar aquello de «no eres tú, soy yo», pero siento que mi desapego hacia Morgan es cada vez mayor. Seguramente porque, sin darnos cuenta, ambos hemos cambiado. Tal vez sea el momento de darnos un tiempo de distancia a la espera de volver a sentir las mariposas en el estómago algún día.

GONZALO PUEBLA