Mick desayuna zumo de aguacate en su jet privado mientras le conducen hacia Río de Janeiro. Allí, Keith le espera tras pernoctar en un hotel de lujo con vistas al mar. Luego limusina y directo a enfundar su guitarra ante la multitud. Al finalizar el concierto con ‘Brown Sugar’, se escucha un «¡Hasta luego Jagger!» agrio como el vinagre.

Me imagino que cuándo obervas a miles de fieles ante tus pies, y los ingresos por merchandising superan los seis dígitos, debe ser más fácil olvidar que ya hace tiempo que no miras a los ojos a tus compañeros para decirles «¡Ey!, ¿qué tal si nos tomamos unas birras viendo la Premier?».

¿Merece la pena esa sensación de ser el flautista de Hamelin? ¿Menear una vez más el esqueleto al ritmo de ‘Jumping Jack Flash’ da tanta Satisfaction? ¿Qué queda de aquellos viajes en barca por la Costa Azul francesa bebiendo Moët & Chandon?

Anita Pallemberg ya no está. Hace tiempo que Brian Jones no sujeta el mástil de la rítmica. Las tardes entre cuatro paredes con el mono. Las noches salvajes con David Bowie. Queda todo tan lejano. 

Quieres que los millenials coreen tu nombre. Es tu pacto con el diablo. Sentirte inmortal cuando Charlie Watts aporrea la caja. Acariciar a Lisa Fisher. Pero cuándo pensar en el anonimato. En ir al cine a comer palomitas en la sesión de las ocho. El probarte esa camiseta amarilla fosforito en unos grandes almacenes. En encontrar la paz interior que te dice que ya está, que ya hiciste lo que tenías que hacer y que continuar no es más que un ejercicio de egolatría.