Con su extraordinario y contagioso documental sobre Sparks también en nuestros cines, Última Noche En El Soho, ‘la nueva película’ de Edgar Wright, irrumpe en la cartelera con toda la fuerza del color y la música habituales de un cineasta extraordinario.
Dicho esto, no puedo quitarme de encima la sensación de que Wright articula su nueva película por primera vez desde la trampa, y aunque creo firmemente que su nuevo artefacto está muy por encima de Baby Driver, y que ofrece grandes momentos de horror British, veo mucho espacio muerto en ella.
Es posible que el director de alguna de tus películas favoritas se encuentre en plena crisis de la mediana edad más que en una creativa, pero cuesta entrar al juego que propone. Cuesta porque partimos de unas circunstancias dadas que visualmente son un poco de peli de tarde, aunque luego ponga la maquinaria a funcionar y ofrezca complejos juegos de composición.
También se autocita varias veces, pero es lo que tienen los autores.
La selección musical también es mejor que en su última película y las actrices están realmente bien, algo que lamentablemente no puedo decir del otro personaje principal. Pero donde realmente se hace un poco de lío Wright es en el discurso de su peli. Y en el exceso de metraje, compuesto por una sobredosis de carreras londinenses a ninguna parte.
Claro que el tipo sabe pegarme a la butaca justo cuando quiero mirar la hora, y eso se agradece, y aunque el cierre no sea del todo satisfactorio y juegue al límite de la vulgaridad por primera vez en su carrera, a ratos consigue que me acuerde de la Amicus o de los Ealing.
MIGUEL BAIN